En su pequeña panadería, Don Alfredo horneaba sus famosas galletas de jengibre cada Navidad.
Mientras ordenaba sus ingredientes, encontró un pequeño frasco con una etiqueta que decía: “Polvo de Alegría”, escrito con la letra de su madre. Decidió añadirlo a su receta, emocionado por los recuerdos.
Cuando sacó las galletas del horno, Don Alfredo notó algo increíble: ¡los pequeños muñecos de jengibre parecían más especiales que nunca! Sus expresiones eran tan dulces y alegres que parecían transmitir magia.
Esa misma tarde, Don Alfredo vio al cartero, el señor Ramírez, caminando con paso lento, envuelto en su abrigo para combatir el frío. Con una gran sonrisa, le ofreció una galleta recién horneada:
—Aquí tienes, amigo. ¡Te prometo que te alegrará el día!
Al primer mordisco, Ramírez sintió cómo su corazón se llenaba de alegría. Recordó las canciones navideñas que cantaba junto a sus padres y hermanos cuando era niño. Emocionado, comenzó a silbar mientras saludaba a todos los vecinos con entusiasmo.
Don Alfredo decidió alegrar el alma de quienes se sentían tristes esa Navidad. Repartió las galletas por el pueblo: a la señora Clara, que vivía sola; al pequeño Tomás, que no tenía con quién jugar; y al gruñón de Don Héctor, que nunca decía buenos días. Uno a uno, todos sentían que sus corazones se llenaban de luz después de probar las mágicas galletas.
A la mañana siguiente, algo había cambiado en el pueblo. Animados por esa magia, los vecinos comenzaron a decorar sus casas y a reunirse para compartir su alegría.
Desde la entrada de su panadería, Don Alfredo observó cómo la magia se extendía.
—Así eran las Navidades cuando era niño —susurró con una sonrisa—. Y así deberían ser siempre.
Desde entonces, las galletas de Don Alfredo no solo traían alegría, sino que también revivían la esencia de unas Navidades llenas de amor y amistad.