Valentina tenía una sonrisa tan brillante como el sol de primavera, y un corazón tan grande que nunca cabía en su pecho. En su escuela, todos la buscaban cuando necesitaban algo.
—¿Valentina, puedes ayudarme con mi tarea? —preguntaba Martín.
—¡Claro que sí! —respondía ella, aunque tuviera pendiente la suya.
—¿Me prestas tus lápices de colores? —pedía Lucía.
—¡Por supuesto! —contestaba, aunque fueran sus favoritos.
Cada día, Valentina cargaba mochilas ajenas, compartía su almuerzo y hasta se quedaba sin recreo por ayudar a la maestra. Sus hombros pequeños sostenían montañas de favores.
Una tarde, mientras regresaba a casa, encontró un rincón olvidado del parque. Entre la hierba crecía una flor marchita que apenas se sostenía.
—¿Qué te pasa, florecita? —susurró Valentina, arrodillándose.
La flor, con voz casi imperceptible, respondió:
—Doy toda mi agua a las plantas vecinas… ya no me queda nada para mí.
Valentina parpadeó, sorprendida. Sacó su botellita y regó suavemente la flor.
—También necesitas guardarte algo para ti —murmuró, acariciando sus pétalos.
Valentina descubrió algo maravilloso: guardar espacio, tiempo y cosas para ella misma era igual o más importante que cuidar a los demás.
Al día siguiente, en la escuela, cuando todos formaron fila para pedir favores, Valentina respiró hondo.
—¿Puedes hacer mi parte del trabajo grupal? —preguntó Tomás.
—No puedo hoy, pero podría ayudarte mañana un ratito —respondió Valentina, con una sonrisa amable pero firme.
El mundo no se derrumbó como temía. De hecho, Tomás asintió y encontró otra solución.
Cada “no” cuidadoso que Valentina pronunciaba era como regar su propia flor interior. Sus dibujos volvieron a ser coloridos, sus historias más largas, y hasta tuvo tiempo para inventar un juego nuevo en el recreo que todos adoraron.
Semanas después, Valentina regresó al rincón del parque. La pequeña flor ahora brillaba vigorosa, sus pétalos extendidos hacia el cielo.
—Te ves diferente —dijo la flor.
—Tú también —sonrió Valentina, sentándose a su lado para contarle historias, mientras el viento mecía suavemente sus cabellos.


