En la tranquila casa de Pablo, un niño curioso y a veces descuidado, había un cachorro llamado Rocky. Aunque el perro era obediente y juguetón, este no quería encargarse de darle comida ni agua. Cansado de las quejas de sus padres, un día Pablo decidió soltar a Rocky en el jardín sin correa ni supervisión. “Así podrá jugar donde quiera”, pensó.
Rocky, emocionado, salió dando saltos, persiguiendo mariposas y explorando el vecindario. Cuando Pablo salió más tarde a buscarlo, no lo encontró por ninguna parte. “¿Dónde está Rocky?”. La preocupación comenzó a crecer en su corazón. “¡Rocky!”, gritaba mientras recorría el barrio con sus padres.
El sol empezó a esconderse, y los colores del cielo se mezclaban en tonos naranjas y púrpuras. El corazón de Pablo latía con fuerza. “Si algo malo le pasa, nunca me lo perdonaré”, pensó con lágrimas en los ojos.
Horas después, en el parque, lo encontraron. Rocky estaba bebiendo agua de una fuente mientras un amable vecino lo cuidaba. Pablo corrió hacia su cachorro y lo abrazó con fuerza, sintiendo un alivio que no había experimentado antes.
“Lo siento, Rocky. Nunca volveré a descuidarte”, prometió Pablo. Sus padres lo observaron orgullosos de su aprendizaje.
Desde ese día, Pablo entendió que cuidar de Rocky no era una tarea, sino de proteger y cuidar con amor a su mejor amigo.