Había una vez un pequeño pueblo en el que vivía un cuervo muy especial. Este cuervo, a diferencia de los demás, traía buena suerte a quien se cruzara en su camino. Los demás cuervos del pueblo, por desgracia, no eran tan bien vistos. Les echaban y les gritaban por los daños que causaban.
Los habitantes del pueblo siempre se sorprendían de las cosas buenas que les pasaban cuando el cuervo de la buena suerte volaba por encima de ellos. Si el panadero se encontraba con el cuervo, su pan se vendía más rápido. Si la florista lo veía, las flores florecían más bellas y coloridas. Poco a poco, empezaron a darse cuenta de que todo esto sucedía gracias al cuervo de la buena suerte.
Comenzaron a tratar a este cuervo con amabilidad y respeto, esperando su vuelo todos los días. Pero entonces, se dieron cuenta de algo importante: no era justo tratar mal a los otros cuervos, incluso si no traían suerte como el cuervo especial.
Así que el pueblo decidió cambiar su comportamiento. Empezaron a cuidar de todos los cuervos, dándoles comida, construyendo casitas en los árboles para ellos, y hablándoles con palabras suaves y amables. Ya no los echaban, ni les gritaban.
Un día, algo increíble sucedió. Todos los cuervos del pueblo comenzaron a cambiar. Ya no eran traviesos ni molestos. En lugar de eso, volaban con gracia y ayudaban a los aldeanos, igual que el cuervo de la buena suerte.
Todos se maravillaron al ver cómo sus acciones habían cambiado a los cuervos. Aprendieron una lección muy importante: tratar a los demás como quieres que te traten a ti.
Desde aquel día, el pueblo vivió en armonía con todos los cuervos. Y el cuervo de la buena suerte, el que empezó todo, continuó volando alto, esparciendo suerte y felicidad por dondequiera que pasaba.