En una tranquila calle, había una casa que parecía sacada de un cuento de hadas, no precisamente uno alegre. La casa estaba cubierta por una espesa capa de hojas secas, hierbas altas, y un aire de misterio que provocaba escalofríos a todos los que pasaban.
Dentro de esa casa vivía una señora a la que todos conocían como la Vecina Tenebrosa. Carlos, un niño que vivía justo al lado, siempre había temido de esa casa y a su vecina.
Un día, mientras Carlos jugaba a la pelota, esta voló y aterrizó en el espantoso jardín de la Vecina Tenebrosa. Temblaba de miedo, pero sabía que debía recuperar su preciada pelota. Así que buscó a su papá y le pidió que lo acompañara.
Con su papá a su lado, se aventuraron al tenebroso jardín. Pero, al acercarse a la casa, descubrieron algo inesperado. La Vecina Tenebrosa era una anciana amable y solitaria que no tenía a nadie que la ayudara a cuidar de su casa.
Al ver esto, Carlos sintió una gran empatía por su vecina y miró a su padre y con voz tímida le dijo: “Papá, creo que deberíamos ayudarla a que su casa se vea más bonita”. Su padre, sorprendido, sonrió y respondió: “Me parece una gran idea, Carlos”.
Y así comenzaron a limpiar y ordenar el jardín. Con cada hoja que recogían, la casa empezaba a verse más y más bonita. Su vecina observándolos desde su ventana, se sintió tan agradecida que salió y les brindo una limonada y galletas.
Desde ese día, la Vecina Tenebrosa se convirtió en una buena amiga y la casa no volvió a ser temible.