Había una vez, en un lugar muy frio, donde la nieve cubría todo como un manto blanco, vivían tres cerditos hermanos. Eran conocidos simplemente como el cerdito pequeño, el cerdito mediano y el cerdito grande.
Un día, por fin era tiempo de que cada cerdito construyera su propia casa. El cerdito pequeño, siempre el más impaciente, se puso manos a la obra y rápidamente amontonó copos de nieve para formar una casita. Era encantadora, pero tan frágil como un copo de nieve.
El cerdito mediano, un poco más reflexivo, decidió construir su casa con bloques de nieve. Le llevó más tiempo y esfuerzo, pero la casa aún parecía delicada.
Por último, el cerdito grande, el más paciente y constante de los tres, eligió trabajar con bloques de hielo que él mismo congeló. Día tras día, trabajó duro y finalmente construyó una casa brillante y resistente.
Un lobo travieso que adoraba las travesuras vió las casas de los cerditos, decidió que sería divertido jugar a derribarlas. Fue a la casa del cerdito pequeño y con un gran soplido, la casa de copos de nieve se deshizo. El cerdito pequeño corrió asustado a la casa del cerdito mediano.
El lobo, riendo a carcajadas, siguió al cerdito pequeño. Con un soplido aún más fuerte, la casa de bloques de nieve del cerdito mediano se desmoronó. Los dos cerditos corrieron a la casa del cerdito grande.
El lobo, seguro de su victoria, llegó a la casa de hielo y sopló con todas sus fuerzas. Pero no pasó nada. La casa de hielo, construida con paciencia y constancia, resistió.
El lobo, sorprendido y agotado, se disculpó con los cerditos y prometió no molestarlos más. Los cerditos pequeño y mediano aprendieron la importancia de la paciencia, el esfuerzo y la constancia.
Desde aquel día, los tres cerditos vivieron felices en sus casas de hielo, recordando siempre que el trabajo bien hecho es la mejor protección contra cualquier tormenta.
				
															
															
															

