En una aldea donde los tejados de las casas parecían sombreros de lana y el aire olía a galletas de jengibre, vivía Lumi. Lumi no era un muñeco de nieve cualquiera; sus ojitos eran de carbón brillante y su nariz, una zanahoria robada con orgullo del huerto de la señora Alba.
Cuando el sol se escondía detrás de las montañas cubiertas de nieve, y todo el pueblo dormía bajo mantas gruesas, algo maravilloso ocurría. Lumi sentía un cosquilleo en sus brazos de ramas. Se desperezaba, con un crujido suave como el de las ramas de un pino. ¡Era hora de su aventura secreta!
Salía sigilosamente de su jardín, dejando atrás a su familia de nieve que dormía plácidamente. En la helada calle, encontraba a otros muñecos de nieve, cada uno con su propia historia: estaba Hielito, con un gorro torcido; Nieve, con un bufanda de lana azul; y el fuerte Bon, con tres botones como panzas redondas. Juntos, corrían y rodaban por la nieve fresca, riendo con sonidos alegres que solo ellos podían oír.
Jugaban al escondite entre los árboles nevados, pintaban caminos secretos con sus huellas redondas y bailaban bajo la luz plateada de la luna. Se contaban secretos susurrando al viento frío, y se sentían tan unidos como hermanos.
Pero tan pronto como las primeras luces del alba teñían el cielo de rosa pálido, Lumi y sus amigos sabían que debían regresar. Corriendo de vuelta a sus hogares, se colocaban justo donde estaban, inmóviles y silenciosos, con una sonrisa congelada en sus caras de nieve. Esperaban, con los ojos de carbón bien cerrados, que nadie notara su viaje nocturno. Y justo antes de que el primer rayo de sol brillara sobre la aldea, Lumi ya estaba en su sitio, listo para que el mundo creyera que había dormido toda la noche
