El señor Scrooge contaba sus monedas de oro una por una. No le gustaba la Navidad, ni los villancicos, ni las sonrisas. Solo le importaba su dinero. Esa Nochebuena, mientras cerraba su oficina, su empleado Bob le pidió un día libre.
—¡Bah! La Navidad es una tontería —gruñó Scrooge—. Pero está bien, vete.
Esa noche, en su casa fría y oscura, Scrooge escuchó un ruido de cadenas. Apareció un fantasma pálido con grilletes pesados: era Marley, su antiguo socio.
—Scrooge, si no cambias, terminarás como yo, arrastrando cadenas por toda la eternidad. Esta noche recibirás tres visitas. Escúchalas.
Scrooge tembló. El primer fantasma llegó pronto: el Espíritu de las Navidades Pasadas. Era una figura brillante que lo llevó a ver su juventud. Scrooge se vio a sí mismo de niño, solo en un internado mientras otros niños iban a casa. Luego vio a su prometida, Belle, llorando porque él había elegido el dinero sobre su amor.
—¡Basta! No quiero ver más —suplicó Scrooge.
Pero el segundo fantasma ya estaba allí: el Espíritu de las Navidades Presentes, un gigante alegre rodeado de comida y luces. Lo llevó a la casa de Bob Cratchit. La familia era pobre, pero reía y se abrazaba. El hijo menor, Tim, caminaba con muletas y estaba muy enfermo.
—¿Tim se pondrá bien? —preguntó Scrooge, preocupado.
El fantasma no respondió, solo lo miró con tristeza.
Finalmente, apareció el tercer fantasma: el Espíritu de las Navidades Futuras, una sombra silenciosa y oscura. Le mostró una tumba abandonada con su nombre. Nadie lloraba por él. Nadie lo recordaba con cariño.
—¡No! ¡Puedo cambiar! ¡Lo prometo! —gritó Scrooge.
Despertó en su cama, sudando. Era la mañana de Navidad. Saltó de alegría, abrió la ventana y le pidió a un niño que comprara el pavo más grande de la tienda. Lo envió a la casa de Bob. Luego salió a la calle, saludando a todos, donando dinero y riendo como nunca antes.
Cuando visitó a Bob, abrazó a Tim y prometió ayudarlo a sanar. Bob no podía creer lo que veía.
—¡Feliz Navidad para todos! —exclamó Scrooge, con los ojos brillantes.
Tim sonrió y levantó su vaso de jugo.
—¡Que Dios nos bendiga a todos!
Scrooge se sentó con ellos, compartiendo la cena, las risas y el calor de una familia. Por primera vez en años, su corazón latía con verdadera felicidad.


