Leo tenía un lápiz rojo y un papel muy, muy grande. Escribía y escribía sin parar.
—¿Qué haces, mi amor? —preguntó mamá.
—Mi carta para Santa —respondió sin levantar la vista—. Quiero un robot, una bicicleta, una pelota, unos patines, un tambor, un avión, bloques de construcción, carritos de carrera, muchos dinosaurios…
La lista era tan larga que el papel llegaba hasta el piso. Mamá se sentó junto a él.
—Esos son muchos juguetes —dijo mamá suavemente.
—¡Pero los quiero todos! –exclamó Leo.
—Santa visita a millones de niños en una sola noche —dijo mamá—. Por eso prefiere que pidas lo que de veras te hace feliz.
Leo frunció el ceño. No había pensado en eso.
—Además —continuó mamá—, ¿con cuál jugarías primero?
Leo miró su lista larga. Pensó en el robot. Luego en la bicicleta. Después en los patines.
—No sé —dijo confundido. Hay demasiados.
—¿Qué tal si eliges solo dos? Los que más, más, más quieras —sugirió mamá.
Leo pensó mucho. Cerró los ojos. Imaginó jugando con cada juguete.
—Quiero la bicicleta para ir al parque contigo —dijo finalmente—. Y los bloques para construir castillos. Y… —se quedó pensando— un libro de dinosaurios para que me leas antes de dormir.
Mamá sonrió.
—Esos son regalos perfectos. ¿Sabes por qué?
—¿Por qué? —preguntó Leo.
—Porque elegiste cosas que te hacen feliz de verdad, no solo muchas cosas.
Leo tomó un papel nuevo, más pequeño. Escribió sus dos deseos con letras grandes. Al final dibujó un corazón.
—Esta carta es mejor —dijo orgulloso—. Ahora Santa sabrá exactamente qué me hace feliz.
Mamá lo abrazó fuerte mientras él decoraba su carta con estrellas y colores.


