Sofía ayudaba a su abuela Clara a sacar cajas del armario grande. Adentro había velas de colores, figuras pequeñitas y un libro viejo con páginas amarillas.
—¿Qué es todo esto, abuela? —preguntó Sofía tocando una figurita de un angelito.
—Son las cosas para las novenas —respondió la abuela con una sonrisa—. Cada noche de diciembre, nueve noches antes de Navidad, cantamos y rezamos juntos.
—¿Por qué nueve noches? —preguntó Sofía.
—Porque así lo hacían mi abuela, y la abuela de mi abuela, y ahora lo hacemos nosotras —explicó la abuela mientras encendía una vela.
Esa noche llegaron algunos familiares y los vecinos. Todos se sentaron en círculo. La abuela abrió el libro viejo y empezó a leer. Luego cantaron canciones que Sofía no conocía, pero que sonaban bonitas.
—¡Villancicos! —dijo su primo Mateo—. Mi papá los cantaba cuando era niño.
Después comieron buñuelos calientes y natilla dulce. Sofía probó un poquito de cada cosa.
—Abuela, ¿mañana hacemos otra novena? —preguntó Sofía con los ojos brillantes.
—Sí, mi amor. Nueve noches seguidas —contestó la abuela abrazándola.
Cada noche era especial, prendían una vela de diferente color. A veces cantaban más fuerte, otras veces más bajito. Algunos días había más gente, otros días eran solo ellos. Pero siempre estaban juntos.
En la última noche, la novena número nueve, Sofía ayudó a su abuela a leer una parte del libro viejo.
—Cuando seas grande, tú harás las novenas con tus hijos — Dijo la abuela.
Sofía asintió. Le gustaba esa idea. Guardó en su memoria el olor de las velas, el sabor de los buñuelos y las voces cantando juntas.
La abuela le dio un abrazo largo y le susurró:
—Las tradiciones son como regalos que pasamos de mano en mano, de corazón a corazón.
Sofía miró las velas brillando y supo que algún día ella también sacaría esas cajas del armario para cantar con sus seres queridos.


