Luna y su hermano Leo salieron al jardín y vieron el cielo tan pálido que parecía haberse olvidado de las nubes.
—Si no llueve pronto, las flores tendrán sed —dijo Luna, acariciando un pétalo caído.
Un silbido ¡fiiiiuu!, cruzó el aire. Era un tubo plateado que serpenteaba hasta la colina, donde se alzaba la colorida torre-laboratorio de Don Cirro, el inventor más curioso del pueblo. Guiados por el chillido del tubo, los hermanos subieron la cuesta.
Dentro, engranajes y ventiladores giraban ruidosamente. Don Cirro ajustaba palancas con su enorme llave inglesa‐relámpago.
—¡Mi Fábrica de Nubes está descompensada! —exclamó—. Si la perilla “Vapor” se queda en “Seco-seco”, no habrá lluvia para nadie.
Leo examinó un medidor que marcaba “0 gotitas”. Luna notó que un depósito de agua estaba casi vacío.
—¡Hay que llenarlo! —propuso. Juntos cargaron cubos de un pequeño estanque cercano y los vertieron en el tanque, glug-glug-glug.
Ahora tocaba regular el viento. Leo giró el “Brezómetro” hasta “Brisa Suave”. Las turbinas soplaron ¡fuuuush!, mezclando el vapor con el aire frío. Poco a poco, algodón gris perla empezó a inflarse bajo el techo transparente.
—¡Funciona! —gritó Don Cirro mientras una compuerta se abría y las nuevas nubes flotaban hacia el cielo.
Al llegar sobre el pueblo, las nubes dejaron caer una lluvia ligera y alegre. Pajaritos chapotearon, las flores levantaron sus corolas y el riachuelo volvió a correr.
—Cuando cuidamos el agua, cuidamos el planeta —dijo Luna.
—Y las nubes nos lo agradecen —añadió Leo, dando un salto sobre un charco.
Don Cirro entregó a cada niño una pequeña llave-nube.
—Revisen la fábrica siempre que el cielo lo necesite.
Esa tarde, con el arcoíris de fondo, Luna y Leo prometieron proteger cada gota, porque sabían que un cielo saludable hace sonreír a la Tierra.
