Era un día soleado y hermoso. Una liebre presumida vio a una tortuga caminando lentamente por el sendero, disfrutando de su tranquilo paseo matutino.
—¡Eres tan lenta! Seguro te gano en una carrera —se burló la liebre.
La tortuga no se enojó y aceptó el reto.
—De acuerdo. Corramos hasta la gran roca.
La carrera empezó. La liebre salió corriendo y en poco tiempo estaba muy adelante. Miró hacia atrás y se dio cuenta de que la tortuga apenas se veía a lo lejos, así que pensó: “¿Para qué tengo que ir tan rápido?” Entonces encontró unas zanahorias deliciosas y empezó a comer tranquilamente. Después de llenar su estómago, se sintió tan satisfecha y confiada de que iba a ganar que decidió tomar una siesta bajo la sombra de un árbol.
Mientras tanto, la tortuga persistía en su marcha, paso a paso, sin detenerse ni distraerse. Recorrió todo el trayecto con perseverancia, avanzó despacio pero sin rendirse, y logró llegar primera a la meta.
Cuando la liebre se despertó y vio que la tortuga ya había ganado, no lo podía creer.
La tortuga le sonrió y le dijo:
—No importa ir rápido, lo importante es no rendirse.
Desde entonces, la liebre aprendió a no subestimar a los demás y a terminar lo que empieza.