Esta historia le ocurrió hace miles de millones de años a Tiny, un pequeño Tiranosaurio Rex, que siempre se sentía triste por su tamaño. Mientras otros dinosaurios alcanzaban frutas altas o saltaban grandes distancias, él se quedaba atrás, mirandose en el reflejo del agua y preguntándose si algún día sería un gran dinosaurio.
Una tarde, nubes oscuras cubrieron el cielo y una feroz tormenta azotó el valle. En medio del caos, un grupo de crías de dinosaurio corrió asustado hacia una pequeña cueva. De repente, un enorme árbol y escombros cayeron frente a la entrada, bloqueándola casi por completo.
Los dinosaurios adultos intentaron ayudar. Diplodocus trató de mover el árbol con su largo cuello mientras Triceratops embistió contra las ramas con sus poderosos cuernos. Pero todo fue en vano: la entrada estaba bloqueada y solo quedaba un diminuto espacio entre los escombros.
Fue entonces cuando todos miraron a Tiny. Solo él podría entrar por ese pequeño agujero.
Con determinación, Tiny se deslizó entre las rocas y escombros. En la oscuridad de la cueva, encontró a las crías temblorosas, acurrucadas y llorando. Con suaves sonidos y cuidadosos movimientos, las calmó y guió una por una hacia la salida.
Los padres corrieron a abrazar a sus crías rescatadas. “Gracias a ti, pequeño valiente”, dijo una madre dinosaurio mientras abrazaba a su cría.
Aquel día, mirando a las familias reunidas, Tiny comprendió que su tamaño no era una limitación, sino un don. Lo que antes veía como una desventaja, ahora era su mayor fortaleza.
Desde entonces, Tiny caminó con la cabeza alta y aprendió a ser paciente. Comprendió que aunque algún día crecería para convertirse en un gran dinosaurio, cada etapa de su vida tenía un propósito especial. A veces, ser pequeño era exactamente lo que se necesitaba para hacer algo verdaderamente grande.
