Mateo jugaba con su pelota en el parque del barrio. Mientras hacía rodar la pelota, notó algo extraño entre la hierba. Se acercó y descubrió un pequeño robot cubierto de tierra y hojas.
Su lucecita parpadeaba muy suavemente, casi como si estuviera dormido.
“¡Ana, ven!” llamó a su mejor amiga, que estaba dibujando en la mesa del parque.
Ana se acercó curiosa. “¿Qué encontraste?” preguntó. Cuando vio el robot, se emocionó mucho.
Llevaron a casa de Mateo al pequeño robot para limpiarlo cuidadosamente. Lo frotaron con un paño suave, le quitaron la tierra y jugaron un rato con él, moviéndolo de un lado a otro.
Después de un tiempo, el robot comenzó a hacer unos sonidos extraños. “Bzzt… ¿Dónde estoy?” preguntó con una vocecita robótica pero entrecortada.
Los niños se miraron sorprendidos. El robot no recordaba nada, así que decidieron ayudarlo.
Con ayuda de sus padres, preguntaron a los vecinos sobre el robot hasta que una señora les dio la dirección del taller del inventor.
Al llegar al taller, un hombre mayor con una gran bata blanca los recibió con una sonrisa. “Pero qué sorpresa, pensé que nunca volvería a verlo”.
Después de ajustar unas piezas, el robot dio unos pasos y giró la cabeza hacia los niños. “Gracias por cuidarme”, dijo.
El inventor miró a Mateo y Ana con ojos brillantes y les dijo: “Este pequeño siempre ha amado jugar en el parque. ¿Qué les parece si lo llevan a jugar con ustedes otra vez?”
Mateo y Ana se miraron felices. Tomaron con cuidado al pequeño robot, que los siguió entusiasmado al parque y jugaron toda la tarde.
